teatro // El borde infinito, de Vanesa Weinberg
Cuando el cuerpo y la razón duermen, los sueños se convierten en dueños absolutos de nuestro descanso y nos lanzan a ese mundo asombroso donde los dioses de antaño podían aparecerse para revelar misterios, donde la ciencia encuentra elementos para liberar la salud de la psiquis, donde mucha gente insiste en encontrar la fija para jugar a la quiniela. Pero bastante más acá de teofanías, psicoanálisis o timba, el mundo de los sueños es un campo de liberadora impunidad donde se despiertan nuestros deseos, miedos y fantasías.
Así considerado, ese mundo es una fuente infinita para cualquier expresión artística que pretenda recrearlo. Pero no siempre esas representaciones llegan a buen puerto, pues apenas se lo intente manipular, se desvanece. El sueño es inasible, de ahí el fracaso o el escaso valor que puede tener cuando se lo fuerza, por ejemplo, para ponerlo al servicio de un relato.
En El borde infinito, Vanesa Weinberg nos regala un rato de sueños, respetando sus locas estructuras, sus repentinas rupturas y sus deleitables sinsentidos. No pretende usarlos para decir algo: se atreve a mostrarlos como son, poniéndose asimismo como intérprete (junto a Guy Barel) al servicio de lo que los sueños dicen. Y de eso se nutren la riqueza y la fortaleza de este espectáculo, pues al proponer lo onírico como eje y marco, obtiene su más genuina belleza.
Contraponiéndose al mundo de la vigilia –sólido, resistente, limitante–, el diseño del espacio escénico aparece como el primer gran acierto de este trabajo: las paredes blandas y fácilmente franqueables, el piso amable pero también potencialmente inseguro, material que flota caprichosamente. Un mundo de gomaespuma que, además de brindar una textura adecuada, nos remite al soporte más democrático de nuestro dormir.
Y ese espacio que sin dudas se ha inspirado en el fino trabajo físico que exhiben Weinberg y Barel, aparece como la motivación, la invitación indeclinable a que sus cuerpos vivan obedientes a todo antojo, zozobrando en incertidumbres que estando despiertos se ufanarían de tener domesticadas, rebeldes ante cualquier ley, maleables hasta lo insospechado. Lo ilógico de la dramaturgia –no por eso incoherente– juega con inteligencia en ese margen de incertidumbre que nos impide siquiera concluir si ambos intérpretes son la misma persona, si es ella o él quien sueña a los dos, o incluso si los dos están siendo soñados por un tercero, y nada de esto sabremos, pues jamás nos asomamos a la vigilia: solo se nos permite observar (y gozar) un lado de ese borde infinito.
Y felices sueños.
Lucho Berdogaray
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